¿Nunca os habéis preguntado el trabajo que hay detrás de un producto de Apple? ¿De las horas que invierten los técnicos, desarrolladores, diseñadores e ingenieros en elaborar aquello que usas día a día? Cuando menos te lo esperas, te surge la duda. Y la respuesta.
No solemos ser conscientes del tiempo que hay tras las cosas y utensilios que usamos en nuestra vida cotidiana. No reparamos en pensar en las excelentes mentes y en las horas de trabajo invertidas en aquellos que utilizamos de una forma mecánica y normal. ¿Te has parado a pensar la cantidad de trabajo que se invierte en el teléfono que usas para llamar? ¿En las sensaciones que se han intentado transmitir al usuario? ¿En lo que significa la experiencia global en un producto? El otro día, cenando con uno de mis mejores amigos en un conocido restaurante en Málaga, estuve observando un hecho más que curioso. Estábamos sentados en la mesa varias personas, con diferentes móviles cada uno. Habíamos pedido unas copas tras la comida, y dada que la cobertura del sitio es bastante mala, sacamos nuestros teléfonos para, en el descanso de la cena, comprobar si teníamos llamadas, mensajes o correos urgentes a los que atender. Como es normal, saqué el iPhone, accedí a mi correo y comprobé que no tenía nada nuevo en mi bandeja de entrada, y con la misma facilidad, hice lo mismo con las llamadas o mensajes de texto. En apenas quince segundos, había repasado por completo aquello que deseaba, y sin más dilación, activé el bloqueo del terminal y lo volví a guardar en el bolsillo de la chaqueta. Cuando terminé, vi como mi compañero se batía con su HTC Diamond y su engorroso stylus. Comprobó el correo, y no atinó a darle a la cruz de la ventana de su versión de Windows Mobile. Volvió a intentarlo, y acertó. Miró si tenía mensajes desde su ventana principal, pero no estaba seguro, porque el escritorio del teléfono es bastante complicado de entender. Otro de los comensales, sacó un Nokia bastante reciente, de pantalla táctil y diseño “de alta gama”. Riéndose, y dándole con la uña una y otra vez, no accedió mirar el tiempo que iba a hacer en su próximo destino, pues la web con la que quería consultarlo, no era accesible desde la versión de su sistema operativo.
Mientras ellos se batían con sus terminales (tengo que reconocer que uno de los terminales Android presente en la mesa resolvió todas y cada una de las consultas de forma excelente), yo había comprobado todo lo que quería, sin problema alguno, y de una forma cómoda. Entonces me paré a pensar el trabajo que hay detrás de todos esos detalles que damos por hechos. La cantidad de horas, diseños y proyectos que se encuentran en las bases de los programas, interfaces y opciones que utilizamos. Cogí una versión de un conocido programa de redes sociales (Facebook) en el susodicho Nokia, y la comparé con la app instalada en el teléfono de Apple. No había color. Dejando a un lado la pantalla y las características propias del iPhone 4, navegar por aquella adaptación de Facebook, costaba la vida. No se adaptaba al usuario y sus necesidades, no conseguía conectar con él. Aproveché, y me di “una vuelta” por su sistema operativo. Y fue como volver al pasado. Como pasar de dibujar en un lienzo con pinturas al óleo, a hacerlo sobre una pared con jugo de frutas y especias. Todo necesitaba de una gran inversión de tiempo y aclimatación por parte del usuario. No era en absoluto intuitivo. Ni los iconos estaban claros, ni las opciones visibles. El teléfono no te invitaba a investigar (no daba sensación de robustez, y su pantalla era de un plástico bastante malo), y ni mucho menos a explorar por sus características.
Y entonces recordé los primeros días con mi iPhone, allá por 2008. Sin saber navegar por aquél sistema operativo desconocido por entonces, me puse moverme por aquellos menús, opciones y escasas aplicaciones de serie. Comprobé como podía cambiar cosas a mi antojo, a mi gusto. Recordaba como en apenas un par de horas, me movía como pez en el agua por aquél teléfono. Me acordé de aquellas sensaciones, y fui consciente del trabajo que había detrás. Del laborioso estudio y debate al que somete Apple constantemente a sus equipos. Del tan criticado perfeccionismo de Steve Jobs y sus diseñadores. De Jonathan Ive (del que hablaré otro día en concreto) y su búsqueda por el diseño perfecto y útil alrededor del usuario y el producto. De cómo el diseño deja de ser lo que es por fuera, a convertirse en parte del alma y la experiencia final en manos del cliente. Y lo entendí. Lo entendí al comprobar que mientras yo disfrutaba de mi copa, habiendo consultado todo aquello que quería de una forma cómoda y rápida, mis amigos seguían dándole a la tecla maldiciendo a todos los finlandeses del planeta.
Alberto González